¿Sales? Ruda y directa era la palabrita con que nos saludábamos entre amigos cuando se abría la puerta para jugar. ¿Sales? Y claro, yo salía corriendo (y sonriendo) a rasparme las rodillas, a gritar y a estirar el tiempo hasta la hora de comer. ¿Sales? Llevar patines o bicicletas dependía del regalo recibido en Navidad. Muchas veces una pelota, una soga o chapitas gastadas eran suficientes. En febrero, los domingos sólo se diferenciaban del resto de días por el agua, por los combates organizados entre hombres y mujeres, por la feliz violencia con que nos correteábamos por pasajes sin pistas y llenas de gradas, de arriba hacia abajo y viceversa. ¿Sales? Sí claro, salí del barrio hace 5 años y en el edificio donde vivo ahora casi no hay niños, no hay patios, ni risas ni gritos… menos aún carnavales. Así que este domingo a las 12 se presta para el deja vu: hace mucho calor, dan ganas de mojarse y yo le echo agua a mis recuerdos, que andan muy polvorientos…
Mis carnavales de infancia no hubiesen existido jamás en un departamento como este. Porque, como todo buen montaje, se necesitaba escenario y actores. Mi antiguo barrio era un laberinto gigante donde no había monstruos con cuerpo de toro sino decenas de monstritos a salvo de autos, buses y motos, pues nunca tuvimos pistas. No teníamos calles con nombre sino números que separaban bloques de chalets. Nuestro reino era de parques de cemento y jardines maltrechos, como buena unidad vecinal que es. Por eso, donde los extraños daban vueltas, se perdían, se desesperaban, se cansaban y se iban, nosotros veíamos un escenario perfecto para legendarias batallas de agua.
Pero algo más: los carnavales solo son posibles con gente sin temor al ridículo. Mi primer carnaval memorable fue a los 6 años, entre gente adulta que se hizo amiga de mis papás y no solo vecinos. Tenían panza, ropa de entrecasa, sandalias de plástico y, en la mojadera, se traslucían sostenes sin gracia, maquillajes corridos y algunas formas que, con ropa seca, hubiesen avergonzado a cualquiera (menos un domingo de carnaval). Igual me pasaba a mí: yo salía con un reciclado balde de pintura lleno de agua y con globos de colores, porque su tamaño era perfecto para correr y afinar mi puntería al mismo tiempo.
Con estos dos elementos -el barrio y sus personajes- el teatro de operaciones se iniciaba con éxito. El domingo almorzaba rápido y me reunía con mis amigos en algún patio interior. El de mi amigo P. colindaba con su lavandería, y desde allí llenábamos baldes y globos. Otras veces, mi amiga C. abría su enorme jardín y colocaba una manguera para nosotros. Eso sí: jugar con la espalda, cabeza o trasero ajeno exige un inflado especial de globos. Nada de burbujas de aire al cerrarlos y que sean pequeños para lanzarlos a mayor velocidad. Todo lo demás originan burdos enfrentamientos con globos que jamás mojan y solo duelen. Finalmente, venía el acuerdo: chicos versus chicas. Separados en dos grupos, regíamos quiénes desaparecían primero, como en una deliciosa variación de las escondidas. Luego: a buscarse y mojarse mutuamente, hasta alzarse victorioso con las mejores empapadas del día.
Ocurría a veces que, en nuestro camino, nos cruzábamos con otros jugadores, más avezados… ¡los salvajes con ‘matachola’ y pintura! Nunca he sentido un terror tan auténtico como el que me obligaba a correr en sentido contrario buscando a mis adversarios. Ahí descubrí que la amistad no tenía género y que el miedo tampoco: ellos también tragaban saliva y luego se burlaban de nosotras.
Con los años, estos juegos fueron evolucionando para no aburrirnos: cuando no podíamos definir al grupo ganador, armábamos pelotones de fusilamiento. Juicios sumarios con castigos a latigazo limpio (porque se hacían con agua potable, faltaba más) y hasta globazos masivos para el cobarde que intentaba irse a su casa a mitad de juego. Con los años, cambiamos de personajes: unos se mudaban y se iban (o venían), también venían primos de visita y hasta compañeras de colegio, animadas por las historias de los domingos de carnaval.
El último año que jugué tenía 16 años y andaba enamorada de un chico de mi barrio. Su grupo y el mío se habían fundido, éramos varias parejas y preferimos quedarnos en la azotea de un chalet, con vista a una de las pistas principales que envolvía la unidad. Allí nos mojamos, nos burlamos y miramos el atardecer, las primeras combis que rodeaban nuestro bunker, una lejana piscina para niños y los gritos de los enanos correteándose… Al año siguiente, ya éramos demasiado grandes para la inocencia.
Tres comentarios tres:
– La niña de la foto, con el globo en ristre: ¿no es hija, o por lo menos sobrina, de Gastón Acurio?
– Malita siempre con sus deslices. Así que a los 16 años se subía a la azotea a mojarse con el chico que le gustaba… mmm…
– ¿Cuándo vas a poner el enlace de mi blog? Me lo estás debiendo.
L.
Por suerte ya acabó Febrero.
no he sido muy jugadora de carnavales, pero los recuerdos de cuando era niña y soliamos jugar en nuestra calle alla en mi querido tarapoto, aunque recuerdo un globazo en la espalda que me dolio horrible y recuerdo tambien que una vez, despues de jugar, me bañe, me puse mi ropa limpia, estaba mirando por mi ventana toda limpiecita y sequita yo, cuando de pronto un vecino mio me mojó! aaggggg que colera!! pero en general mis recuerdos son diversion, las guerritas, los amigos, las risas y muucha agua. aahhhh que tiempos aquellos… que buenos eran.
Leggierillo, las cosas tecnológicas las maneja Morocha (tremenda lavada de manos en balde de CPP ¿no?). Pero te aseguro que el asunto de los enlaces nos preocupa 🙂 Y si, la chibola es entenada de Gastón porque después de los globazos dice «hmmm» ((a diferencia de mi, que a los 16 era una criaturita de dios)) 😉
Bocadelcielo, con este post comprobé que son más los traumados con Febrero que los que se divierten… Una lástima, el mundo sería un mejor lugar para vivir 🙂
Glenda, la cosa es clara: uno debe cómo y con quiénes divertirse… Y ya me llevarás un día al distrito de Juan Guerra (provincia de Tarapoto, departamento de San Martín) a jugar carnavales con tus paisanos. Allá LA calor lo exige!!! 😀
qué bonito era jugar a mojarse entre amigos. Lo terrible es que mojen cuando NO estás jugando y te ibas a un almuerzo. Bien feito no? regresar a tu casa, pensar qué ropa te pones ahora, secarte el pelo, volverte a pintar, secar la cartera y las sandalias, AGGGG .
a ver, creo que de ninha si disfrutaba los carnavales, como lo disfrutan todos los ninhos. el problema es cuando creces y andas camino a la universidad y un vandalo de 10 anhos decide lanzarte un globo. ahi esta el problema, ahi deje de disfrutar carnavales. me voy a dormir, pero manhana sigo leyendo el blog.
Que es «matachola»?
ja! «matachola» es un artefacto hecho en casa, con el que le «pegas» a los demás. Coges tu media, la rellenas de talco y lo mojas un poco, esperas que se endurezca y ¡Ya está! a agarrar a combazos a los demás… este artilugio formaba parte de la artillería pesada, así como el betún o la pintura. Imagino que pra prtegerte de los que te querían mojar… Así se juega en alguos sitios…